A veces, hay quien se pregunta por qué los observadores occidentales tardaron tanto en reconocer la verdad acerca de la Unión Soviética. El motivo no fue que se tratara de algo difícil de averiguar. Había quedado claramente reflejada en los cientos de libros de los supervivientes exiliados y en las declaraciones de los propios soviéticos. Pero los hechos eran demasiado incómodos como para que los observadores occidentales los admitieran con tanta facilidad. Tenían que negar lo que sabían o lo que sospechaban que era cierto para mantener su conciencia tranquila. Como los aborígenes tasmanios, incapaces de ver los navios de grandes dimensiones que auguraban su propio fin, estos «bienpensantes» no supieron ver que la búsqueda del progreso había acabado en el asesinato en masa. «La escala de la muerte provocada por el hombre es el hecho moral y material central de nuestra época», escribe Gil Elliot. Lo que convierte al siglo xx en especial no es el hecho de haber estado plagado de masacres, sino la magnitud de sus matanzas y el hecho de que fuesen premeditadas en aras de ingentes proyectos de mejora mundial. El progreso y el asesinato masivo caminan de la mano. A medida que la cifra de víctimas mortales por el hambre y las epidemias ha ido decreciendo, han ido aumentando las muertes provocadas por la violencia. A medida que han avanzado la ciencia y la tecnología, también lo ha hecho el arte de matar. A medida que Tía crecido la esperanza de un mundo mejor, también lo ha hecho el asesinato en masa.
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