Durante buena parte de su historia (y toda su prehistoria), los seres humanos no se consideraron a sí mismos diferentes de los demás animales. Los cazadoresrecolectores tenían a sus presas por iguales a ellos (cuando no por superiores) y los animales eran adorados en muchas culturas tradicionales. La sensación humanista de abismo entre nosotros y los demás animales es una aberración. Lo normal es el sentimiento animista de compartir el mismo lugar que el resto de la naturaleza. Por muy debilitada que pueda estar hoy, la conciencia de participar del mismo destino común que el resto de criaturas vivientes está arraigada en la psique humana. Los que luchan por conservar lo que queda del medio ambiente están impulsados por ese amor hacia los seres vivos (biofilia, el precario vínculo emocional que liga a la humanidad con la Tierra). El grueso de la especie humana se rige no por sus sensaciones morales intermitentes (y aún menos por su interés propio), sino por las necesidades del momento. Parece condenada a arruinar el equilibrio de la vida sobre la Tierra y, por consiguiente, a ser el agente de su propia destrucción. ¿Podría haber algo más desesperanzador que dejar la Tierra en manos de una especie tan excepcionalmente destructiva? Los amantes de la Tierra no sueñan con convertirse en los administradores del planeta, sino con el día en el que los seres humanos hayan dejado de importar.
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