El capitalismo ha sido siempre una formación social improbable, llena de conflictos y contradicciones y, por lo tanto, permanentemente inestable y en cambio constante, enormemente condicionada por apoyos contingentes y precarios históricamente, así como por acontecimientos e instituciones restrictivos. La sociedad capitalista puede describirse a grandes rasgos como una sociedad «progresista» en el sentido que daban a esa palabra Adam Smith1 y la Ilustración; una sociedad que ha acoplado su «progreso» a la generación y acumulación continua e ilimitada de capital productivo efectuada mediante una conversión, gracias a la mano invisible del mercado y la mano visible del Estado, del vicio privado de la codicia material en beneficio público2 . El capitalismo promete un crecimiento infinito de la riqueza material mercantilizada en un mundo finito mediante el recurso a la ciencia y la tecnología modernas, lo cual convierte a la sociedad capitalista en la primera sociedad industrial, que recurre a la expansión sin fin de mercados libres (esto es, en disputa y sometidos a condiciones de riesgo) situados al abrigo de un Estado protector hegemónico, que ejecuta políticas de apertura de la actividad mercantil a escala tanto nacional como internacional
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