El hecho de enfatizar el heroísmo de Colón y sus sucesores como navegantes y descubridores y de quitar énfasis al genocidio que provocaron no es una necesidad técnica sino una elección ideológica. Sirve -se quiera o no- para justificar lo que pasó. Lo que quiero resaltar aquí no es el hecho de que debamos acusar, juzgar y condenar a Colón in absentia, al contar la historia. Ya pasó el tiempo de hacerlo, sería un inútil ejercicio académico de moralística. Quiero hacer hincapié en que todavía nos acompaña la costumbre de aceptar las atrocidades como el precio deplorable pero necesario que hay que pagar por el progreso (Hiroshima y Vietnam por la salvación de la civilización occidental; Kronstadt y Hungría por la del socialismo, la proliferación nuclear para salvarnos a todos). Una de las razones que explican por qué nos merodean todavía estas atrocidades es que hemos aprendido a enterrarlas en una masa de datos paralelos, de la misma manera que se entierran los residuos nucleares en contenedores de tierra. El tratamiento de los héroes (Colón) y sus víctimas (los arawaks) -la sumisa aceptación de la conquista y el asesinato en el nombre del progreso- es sólo un aspecto de una postura ante la historia que explica el pasado desde el punto de vista de los gobernadores, los conquistadores, los diplomáticos y los líderes.
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