Publicado el 15 Agosto 2013
Escrito por Alaistair Beach
El
Cairo.- Mientras en torno al sitiado campamento islamita atronaba el
fuego de ametralladoras este miércoles, un chico de 12 años, llamado
Omar, estaba sentado en un colchón bebiendo jugo de naranja. A unos
metros, los cuerpos de 31 manifestantes yacían en el sucio suelo, con
gruesos manchones de sangre. Muchos habían recibido disparos en la
cabeza y el pecho con balas de alta velocidad; los labios retorcidos
delataban los espasmos de la agonía.
Al preguntarle cómo se sentía al presenciar tales escenas, el muchacho, que llevaba tenis Puma y jeans azules, se quedó mudo unos segundos; parecía confundido. Luego, con candor infantil, comentó: No es muy agradable.
Cualquiera
que haya sido el objetivo del Estado egipcio al lanzar este ataque tan
anunciado, los cientos de niños que se escondían dentro del campamento
no olvidarán la ferocidad de un gobierno que ahora ha declarado la
guerra a los islamitas del país.
Los
líderes egipcios han puesto en marcha una serie de sucesos cuyas
consecuencias son impredecibles. Enfrentamientos a muerte se reportaban
en provincias de toda la nación, donde al parecer se produjeron ataques
en represalia a estaciones de policía, instituciones gubernamentales e
iglesias coptas. Hubo decenas de muertos, cientos de heridos.
Un
indicio de hasta dónde esta ofensiva gubernamental afectará la
transición política es que Mohamed El Baradei, premio Nobel, renunció al
cargo de viceprimer ministro en señal de protesta. El gobierno interino
ha impuesto el estado de emergencia, que durará un mes, y un toque de
queda. Se informó que agentes de seguridad detuvieron a los principales
líderes de la Hermandad Musulmana, entre ellos Mohammed Beltagy, cuya
hija de 17 años fue asesinada en meses recientes.
Dentro
de la mezquita de Rabaa Adawiya, ubicada en el corazón del campamento,
en el este de El Cairo, bebés lloraban aferrándose a sus madres mientras
el fuego de ametralladoras ardía a su alrededor. En el centro de la
sala de oraciones, tendidos sobre la alfombra entre cientos de mujeres y
niños pequeños bajo el calor sofocante, habían colocado 10 cuerpos uno
junto a otro, rodeados con un cordón.
Una
niña de siete u ocho años, que vestía pantalón color de rosa y playera,
se abrió paso de un lado a otro de la mezquita saltando entre los
cadáveres.
La policía y el ejército no entienden más lenguaje que la fuerza, expresó Jalid Mosén, un ingeniero de 50 años que estaba atrapado aquí. Quieren matar a todos los que tengan opiniones adversas a ellos.
Dado el poder de fuego desatado contra los manifestantes, a muchos islamitas les resultaría difícil ver las cosas de otro modo.
Según
testigos, el fuego comenzó por la mañana, a eso de las seis, cuando las
fuerzas de seguridad que rodeaban el lugar lanzaron su feroz ataque. En
otro campamento ubicado en el oeste se ordenó una operación similar.
Hacia
el final de la tarde continuaban los disparos. Pesadas descargas de
ametralladoras semiautomáticas resonaron todo el día en suburbios
cercanos. Si hubo alguna tregua, fue breve. Durante unas 10 horas, los
partidarios de Mohamed Mursi fueron sujetos a una continua lluvia de
fuego.
Por
la calle Nasr, la principal vía que cruza el campamento, silbaban
disparos de francotiradores; en edificios cercanos se escuchaba el
continuo tableteo de ametralladoras; por entre el laberinto de tiendas
de campaña sonaban persistentes balaceras.
Un
médico del hospital, quien sólo dio su nombre, Ahmed, dijo que ni
siquiera la invasión israelí en Gaza de 2008 llegó a estos extremos. Durante la batalla trabajé allá como médico. En 12 días de combates en Gaza hubo menos muertos que en seis horas acá.
Entre
el vertiginoso caos de la masacre –la tercera perpetrada contra
islamitas egipcios en poco más de un mes–, es difícil encontrar cifras
confiables. Según el Ministerio de Salud, se han confirmado 278 muertos,
pero es posible que el número sea mucho mayor (con las horas se han
contado máas de 500). El doctor Hisham Ibrahim, jefe de la clínica de
campo en Rabaa Adawiya, dijo a The Independent que habían perecido cientos de personas.
Sea
cual fuere la cifra final, el flujo constante de manifestantes
desfigurados, perforados por las balas, hace imposible guardar los
cuerpos en forma adecuada. En una sala que en las dos matanzas
anteriores fue usada como anfiteatro había 42 cuerpos apretujados en el
suelo. Conforme se desenvolvía la matanza se improvisaron otras zonas
como casas de la muerte.
Detrás
de la plataforma estaban tendidos 25 cadáveres envueltos en mortajas
blancas, sin refrigerar, bajo el quemante sol de agosto.
Es un genocidio, afirmó el doctor Yehia Makkayah, del hospital de Rabaa. Quieren desaparecernos del país. Nunca imaginé que egipcios mataran a egipcios con armas como éstas.
Era tal el caos en el hospital, que un área de recepción del segundo
piso se utilizó como morgue para guardar 26 cuerpos. Un piso más arriba,
en un minúsculo almacén, yacían otros dos cadáveres sobre charcos de
sangre. Corredores de menos de un metro de ancho estaban tapizados de
docenas y docenas de heridos. Los pacientes más afortunados eran
alimentados gota a gota por algún amigo o pariente, e incluso algunos
tenían el lujo de una cama. Los pisos estaban pegajosos de sangre y
vómito.
La
gran cantidad de muertos y moribundos hacía imposible transitar por la
escalera principal. Manifestantes heridos, la mayoría derribados por
armas de fuego, eran llevados en brazos a los quirófanos.
Los soldados son los perros de los israelíes,
afirmó Mohamed Mostafá, veterinario que guardaba vigilia junto a la
cama de su cuñado, un hombre de 36 años al que una bala le destrozó la
espina dorsal. No son egipcios.
En
el anfiteatro principal, junto a la clínica de campo, Malik Safwat, la
madre de una víctima de 16 años, luchaba por llegar hacia él entre
hileras de cadáveres.
¡No mueva ese cuerpo!, gritó uno de los asistentes del anfiteatro a un voluntario que trataba de abrirle paso. Mueva uno más ligero.
Por fin la madre llegó hasta su hijo, y con lágrimas en los ojos se
puso a sacudirle la rodilla derecha de un lado a otro, como tratando de
despertarlo. También llegó la hermana del muchacho. ¡Mi amor!, murmuraba temblorosa. ¿Por qué, mi amor?
A
eso de las 5 de la tarde, los servicios de seguridad habían ganado
acceso al hospital y retiraban a todos hacia calles de los alrededores.
Miles de personas comenzaron a salir del campo, mientras los buldózeres
de la policía avanzaban para destruir las tiendas que quedaban en pie.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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