Nada más hilarante que la guerra entre Carlos Larraín, presidente de Renovación Nacional, y Sebastián Piñera, Presidente de la república. No es extraño que, en la monarquía presidencial, se den conflictos entre los presidentes de partidos de gobierno y su militante establecido en La Moneda.
Conflicto
parecido ocurrió con Pedro Aguirre Cerda y el presidente del Partido
Radical y con Eduardo Frei Montalva, con la directiva rebelde
tercerista. En el caso de la educación pienso que tiene la razón Carlos
Larraín: desde a “cuestión del sacristán”, a fines del gobierno de
Manuel Montt, hasta nuestros días, la guerra educacional se ha
constituido en nuestra espina dorsal de nuestra historia política.
Durante
el siglo XIX, el conflicto se dio entre conservadores y radicales –
entre educación laica y clerical y entre Estado docente y libertad de
enseñanza – para el radical Valentín Letelier, la educación clerical se
basaba en parámetros similares a la de las empresas en el mercado de
capitales – algo no muy distinto a la actualidad -. Las señoras beatas
veían al liberal Diego Barros Arana como el demonio, y atravesaban a la
vereda del frente cuando pasaba por la calle. Fueron necesarios 25 años
para que un amplio acuerdo nacional permitiera, en 1920, que se aprobara
la ley de educación primaria, obligatoria y gratuita – acuerdo
propiciado por Manuel Rivas Vicuña, Pedro Aguirre Cerda, Darío Salas,
entre otros luchadores por la educación pública de entonces -.
El
modelo impuesto por la derecha, desde la dictadura de Augusto Pinochet,
supedita la educación al mercado, y su objetivo fundamental es el lucro
que, el Presidente Piñera vuelve a recalcar, definiéndolo como “un
beneficio legítimo” de quienes son propietarios de establecimientos
educacionales – ya antes, al comienzo de su mandato, había expresado que
“la educación es un bien de consumo”-. Esta concepción de la educación
como un bien de mercado no se aplica en ningún país del mundo, y se suma
la absoluta desregulación de este mercado – modelo considerado incluso
por la OCDE, el club de países ricos al cual pertenece Chile – estamos
en un país más segregado que el Sudáfrica del Apartheid.
En
Chile hay escuelas para ricos y escuelas para pobres – para “los que
nacen con estrella y los que nacen estrellados” – y estos dos estratos
no se encuentran nunca en el aula. “Los estrellados”, a lavar los baños y
los con “estrella”, a ser gerentes, como lo expresó el padre de Machuca.
La calidad de la enseñanza-aprendizaje importa poco. La escuela es, en
Chile, una forma de construir redes sociales, y no es que la familia
elija las escuelas, sino que la familia está determinada, previamente,
por su origen social y económico; por ejemplo, el alumno más “porro” de
un colegio particular pagado tiene asegurado un lugar en la sociedad,
pues sus compañeros vendrán en su auxilio cuando lo requiere – como el
equilibrista de circo, seguro de la red de protección -.
Este
mismo esquema se impone también en las poblaciones más pobres: el
copago, inventado por un ministro de la Concertación logra, por medio
del engaño, segregar a las familias que tienen dinero para matricular a
sus hijos en un colegio de copago, sabiendo bien que le permitirá
juntarse con personas de mejor “pelo social”, pero los análisis y
conclusiones demuestran que la segregación en la educación se produce
por el capital cultural y el nivel socio-económico y no por el tipo de
escuelas; por el contrario, las escuelas municipales obtienen mejores
resultados que las particulares subvencionadas, si consideramos el mismo
estrato social.
El
gran mérito de los estudiantes, desde la revolución de los
“pingüinos”, en 2006 hasta la reciente marcha de más de 150.000
personas, es haber conseguido que el 80% de los chilenos rechacen la
educación de mercado, develando el modelo neoliberal como inaceptable.
Por esta razón, todos los ministros del ramo, en los dos últimos
gobiernos, han sido incapaces de gestionar la cartera: Martín Zilic se
vio obligado a renunciar; Yasna Provoste, acusada constitucionalmente;
Mónica Jiménez, insultada y mojada por la alumna María “Música”
Sepúlveda; y, en el gobierno de Piñera, Joaquín Lavín, que sale por
conflicto de intereses en educación, el ministro Felipe Bulnes, ahora
embajador en Estados Unidos, y Harald Beyer, recientemente destituido
por el senado y actualmente, la ministra Carolina Schmidt, que creo,
difícilmente podrá sortear las dificultades de esa cartera.
Desafortunadamente,
la Concertación ha tenido la misma política que la derecha. La Ley
General de Educación, producto del pacto entre las dos combinaciones del
duopolio, no ha sido más que la legalización de la concepción
neoliberal del lucro y la supeditación de la educación al mercado
desregulado. La LGE permite la selección, a partir del sétimo año de
estudios, institucionalizando la segregación. Quizás, el único aporte de
esta ley es el giro único, exigido a los sostenedores que, de aplicarse
correctamente, eliminaría a “la señora Cuca”, empresaria gastronómica,
que siguiera regentando una serie de colegios.
Los
proyectos introducidos por el Presidente de la república relativos a la
Superintendencia de Educación, Agencia calificadora y otros más, están
orientados a la matriz del lucro, y no hacen otra cosa que fortalecer la
educación supeditada al mercado – incluso, la Superintendencia de la
Educación Superior resta aún más facultades al ministerio de Educación
para fiscalizar las escuelas subvencionadas y a las universidades
privadas – ahora, si la ministra actual insiste en estos proyectos es
seguro que los estudiantes van a rechazarlos y las manifestaciones
adquirirán mayor fuerza y masividad.
El
modelo del mercado en educación está fracasado en el mundo y la guerra
entre la ciudadanía y los derechistas neoliberales – del duopolio – está
declarada, y no hay centros, ni medias tintas, ni diálogo posible. En
este plano, la “guerra” declarada de don Carlos Larraín, tiene visos de
realidad, pero entre la sociedad civil y una minoría de los mercaderes
de la educación.
Rafael Luis Gumucio Rivas
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